El poder de las olas

Atardecer en la Rambla de Montevideo (Kibón)

Hoy hubo uno de esos días de invierno calurosos.

A pesar de que el sol ya estaba bajando, la tarde se sentía veraniega y te invitaba a divagar por Montevideo.

La fortuna que me representa vivir cerca del mar es inmensurable.

Durante estos casi 3 años desde que me mudé, la vía pública que une a la Rambla Armenia y la Rambla República del Perú me ha visto crecer desde una perspectiva tan pura y transparente, que la mera idea de compartir este lado de mí con otro ser viviente perturba hasta los rincones más íntimos de mi ser.

Al fin y al cabo, ¿cómo se camina de a dos si la caminata es silenciosa, y el ruido de las olas te hace cuestionar la totalidad de tu existencia?


Hoy me atreví a recorrer el borde externo que rodea a la “represa” del Kibón, para afrontar directamente a un mar que se iluminaba con la luz de la ciudad y el reflejo de la luna.

Fue ahí, contemplando el vacío, que en mi estómago se despertó una sensación extraña; un sentimiento punzante que se asemejaba a la insignificancia.

Completamente sobrio y sin haber consumido estupefacientes, me ví frente a un mar que me obligaba a comparar los pensamientos en mi cabeza con los numerosos golpes que le acertaba a la roca bajo mis pies.

Cómo encuentro la diferencia, entonces, si elijo rendirme ante el impacto de una mente incesante, para que el tiempo haga de mí otro grano de arena.


Esta sensación sombría tuvo un efecto adictivo y embriagador.

A pesar de la sed y del viento, mi cuerpo no escapaba la mirada crítica de Poseidón, y mi alma se hipnotizaba con el sonido de las olas.

Fue en ese preciso lugar, cuando el tiempo no pasaba y la ciudad no existía, que me reencontré con mi misión.

Cuando regresé a tierra firme, las palabras que escaparon de mi boca fueron “quiero que los demás sientan esto”, y tiene sentido.


Hace no mucho tiempo atrás, Mathias se volvía a encontrar de frente al mar, pero por razones muy distintas.

Con lágrimas en sus ojos y una respiración acelerada, el jovencito anhelaba el momento en el que la soledad se iría — y, por suerte, se animó a documentar y compartir su camino. Esto serviría como el primer paso hacia la sanación, y actuaría como un decreto indiscutible de que sus miedos no importan.

Ahora ando perdido entre compras materiales y videitos de YouTube, convencido de que el éxito está por llegar.

Mientras que mi propósito grite y patalee dentro de mi cabeza, mi cuerpo sabe cómo debe actuar.

No nos faltan las herramientas para cumplir con la misión; el momento es ahora, o volveremos a ser juzgados por el poder de las olas.

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