Volviendo a casa

casa en Carrasco

Pasaron muchos años desde que los descubrimientos del día a día formaban las cicatrices que definirían nuestra identidad.

Cuando era chico, todo me asombraba.

Las nuevas experiencias solían terminar en explosiones de curiosidad muy distantes a las que ahora resolvemos con Google Search.

Si mis primos y yo nos encontrábamos en un mismo lugar, temblaban las hordas de monstruos que derrotábamos sin piedad, de la mano de un arsenal infinito cortesía de nuestra imaginación.

La televisión no existía para llenar un silencio de fondo mientras se contesta Whatsapp, porque era el medio necesario para sumergirse en el mítico VHS del Laboratorio de Dexter, o en aquel gran DVD de Shrek Tercero.

A la hora de comer algo que llamara la atención, ¿cómo ibas a perder el tiempo en fotos aesthetic para Instagram? Si, enfocado meticulosamente en sus ingredientes, divagabas con la obra de arte en tu platillo…

Ir a la escuela significaba embarcar en aventuras con amigos todos los días.

Los recreos de primaria se vivían como un buffet alucinante de actividades legendarias, donde podías hacer mil y un cosas antes de que sonara la campana: desde jugar al poli-ladron nenas contra varones, hasta cambiar figuritas o inventar un juego con la pelota de espuma que nunca faltaba.

Los cumpleaños en Capybara eran eventos canónicos con toda la generación, y los actos de fin de año nos permitían deslumbrar a nuestros padres con las inmersivas obras de teatro que habíamos preparado en pocos meses.

Hasta el liceo era una etapa que hoy por hoy resulta imposible de replicar.

El grupo entero de los pibardos (y personajes secundarios que aparecen menos que un eclipse solar) juntándose a diario a jugar al ping pong, hacer deporte y meter alguna que otra película de por medio; cerrando con el mítico campamento anual organizado por los respectivos adultos responsables.

Pero las cosas cambiaron.

Cuando veo a mis primos ya casi no tenemos de qué hablar. Sería muy raro que alguien festeje su cumpleaños en un lugar que no sea una casa, y juntar a los pibes implica agendar con dos semanas de anticipación — rezando por que no surja nada importante en nuestras vidas personales (o, peor aún, profesionales). Aunque esté increíblemente agradecido por tener una familia maravillosa, amigos fieles y la posibilidad recurrente de festejar cada año, es difícil no sentir nostalgia por esos días lejanos en los que pasaba más rato con ellos que pegado a mis pantallas.

Sé sincero, si tuvieras que elegir entre pasar la tarde de domingo tomando el té en lo de la tía o echado en tu cama bendecido por los mejores Tik Toks que el algoritmo te puede regalar, ¿por cuál irías?

¿Alguna vez te sentiste como un boludo por querer comunicarte con alguien que le prestaba más atención al celular en sus manos que a las palabras saliendo de tu boca?

Decime, ¿ya te diste cuenta de que tus amistades de ahora dependen más de los intereses y valores compartidos que de las casualidades de la vida que los llevaron a coincidir?

De niños solíamos decir que no podíamos esperar a ser grandes para hacer lo que quisiéramos… claramente no teníamos ni idea de lo que estábamos hablando. No solo se nos hizo más difícil prestar atención, ser creativos y conectar con los demás, sino que también hay que lidiar con el costo económico de existir, el deber incesante de seguir adelante y las contemplaciones constantes de estar acompañados.


Hace casi tres años que me mudé solo a un apartamento, y por más que esto haya sido un paso necesario para avanzar en mi camino, a veces necesito recordar de dónde vengo para tener claro a dónde voy. Es por eso que elijo despertar al menos una vez a la semana en el lugar que me dió mis primeros 20 años, con quienes me hicieron lo que soy.

Amanecer con el sol de verano, pies desnudos sobre el pasto que me vió crecer, pudiendo gozar del amor incondicional de mi perra y de la leve brisa que refresca mi alma: este es un privilegio que me honra describir.

En estos tiempos locos, cuando el cambio ocurre en un abrir y cerrar de ojos, creo que todos podríamos beneficiarnos de estar más conectados con el niño interno que alguna vez nos hizo personas. Después de todo, es mejor recrear nuestro pasado que vivir en él.

Anterior
Anterior

38 días sin Instagram

Siguiente
Siguiente

¿Qué somos en realidad?